Tindaya
El último tramo lo subió entre jadeos. Notaba los excesos de las últimas semanas, tanta fiesta acumulada de la que ahora, si bien no se arrepentía, sí lamentaba el no haberse podido recuperar lo suficiente. Especialmente dañino resultaba aquel respirar entrecortado, que no bastaba para llenar sus pulmones, tan necesitados del aire que en forma de viento sur azotaba su rostro. Se hacía dura la subida, sí, pero ya casi estaba en la cima. Rodeado de grabados, finalmente pudo sentarse en una roca a respirar, pero sobre todo a contemplar el Teide gigante más allá de los Llanos de Esquinzo. Todos los podomorfos apuntaban en una misma dirección, como señalando un camino colectivo, una empresa de muchos, quizás aún por llegar. Mientras recuperaba el aliento, volvió la vista hacia las excavadoras concentradas desde hacía algunos días en la base de la montaña y se dijo a sí mismo que no anunciarían el fin de Tindaya. Se irían por donde vinieron. Nadie ni nada podría interrumpir la larga marcha que aquellos pies señalaban.
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